Washington D.C. — En junio de 2021, el presidente Joe Biden realizó su primer viaje internacional como jefe de Estado, visitando el Reino Unido y luego Bélgica, donde participó en reuniones del G7 y la OTAN. Esta gira tenía un fuerte carácter simbólico: Biden buscaba marcar distancia con la administración de Donald Trump y reafirmar el compromiso de Estados Unidos con sus aliados tradicionales. “Estados Unidos ha vuelto”, declaró repetidamente, tanto en esos encuentros como en su primer discurso global, unos meses antes, en la Conferencia de Seguridad de Múnich. Su mensaje era claro: el país regresaba como defensor de la democracia liberal, los derechos humanos y el orden internacional basado en normas.
Sin embargo, el temor a un eventual regreso de Trump o de un liderazgo populista similar nunca desapareció del todo. El 5 de noviembre de 2024, esos temores se confirmaron con la reelección de Trump. Hoy, para muchos líderes europeos y de otros países aliados, ha quedado claro que Estados Unidos ya no es el socio confiable que fue durante casi ocho décadas.
Si su primera presidencia representó un reto para la institucionalidad estadounidense y una pérdida de la confiabilidad de sus aliados con la superpotencia, los escasos tres meses que llevamos de esta segunda presidencia están demostrando que Estados Unidos ha entrado en una deriva que lleva a muchos a ver su futuro sin la protección, los lazos y las relaciones estadounidenses que marcaron la segunda mitad del siglo XX y el principio de este XXI.
El liderazgo de un país democrático entre sus iguales se ejerce desde el ejemplo, respetando las elecciones, la separación de poderes, las decisiones judiciales, los compromisos internacionales, los tratados firmados, protegiendo a los indefensos y castigando a los criminales. Inspirando. Ofreciendo un estilo de vida y de sociedad aspiracional, en libertad, que despierta admiración a pesar de sus defectos (porque ningún país es perfecto). Y Estados Unidos –más para algunos, menos para otros– sí logró ese liderazgo, hasta ahora.
Desde el pasado 20 de enero, Trump se jacta de controlar el Congreso; amenaza a jueces; deporta a inmigrantes legales, y a los ilegales, a quienes priva de su debido proceso; castiga a las universidades; acalla voces discrepantes; y amedrenta a quien se ponga por delante de su agenda política. Los aranceles son sólo el último episodio de un trimestre apabullante que ha erosionado esa imagen que tenía Estados Unidos y que, al ritmo que vamos, difícilmente se recuperará –si es que se puede recuperar– tras estos próximos cuatro años. Aunque pierda en 2028 y le tome el relevo una alternativa similar a la que representó Biden en 2020, la imagen de Estados Unidos ya está en cuestión.
Un amigo, un socio, un aliado tienen en común un valor intangible que va más allá de cualquier otra fortaleza que puedan tener todos ellos. Ese intangible es la confiabilidad, que se traslada no sólo en saber que ese amigo, socio o aliado nos cubrirá las espaldas y nos apoyarán cuando le necesitemos, sino que nos dirá las cosas con respeto, en la intimidad cuando sea necesario, y que actuarán de manera predecible. Trump está demostrando en un tiempo récord que es todo lo contrario. No es confiable, no respeta y para nada es predecible. Los aranceles son sólo el último y tal vez el más claro ejemplo de este transitar errático.
En un artículo anterior publicado en estas mismas páginas escribí que estábamos ante el fin de la Pax Americana, ese orden mundial surgido después del final de la Segunda Guerra Mundial, en el que Estados Unidos se convirtió en la potencia económica, cultural y militar dominante del mundo. Si teníamos dudas sobre ese fin, cada día que pasa, éstas se disipan; y no porque surjan nuevos actores como Rusia o China con aspiraciones globales, sino porque quien ostentaba hasta ahora ese privilegio de liderazgo global lo está echando por la borda de manera incomprensible.