Washington DC. — Como dice la tradición y manda la Constitución de Estados Unidos, Donald J. Trump juró ayer su cargo como presidente y se convierte en el número 47 de la historia del país marcando uno de los regresos a la Casa Blanca más triunfales (pocos mandatarios lograron lo que Trump ha conseguido, teniendo tantos procesos judiciales en marcha, condenas en firme y críticas de los medios; sin duda, su victoria es una proeza indiscutible a la par que sorprendente). Y lo hizo sin escatimar palabras al declarar que Estados Unidos está al inicio de una nueva “Era Dorada” y describiendo a una nación en ruinas que se propone recuperar con una ambiciosa y polémica agenda política que, según él, está legitimada por su victoria electoral en noviembre.
El discurso inaugural no solo marcó el inicio de su segundo mandato, sino que también sirvió como una dura crítica a su predecesor, Joe Biden. En un gesto cargado de simbolismo y confrontación, Trump señaló directamente a Biden, sentado a su lado durante el evento, al afirmar que heredaba un gobierno “incapaz de gestionar siquiera una crisis simple en casa, mientras tropieza de forma continua con una interminable lista de eventos catastróficos en el extranjero”. Palabras de grueso calado poco habituales en un discurso de toma de posesión en los que los ciudadanos esperan más un mensaje inspirador y de unidad –necesario tras cualquier campaña electoral–que uno partidista como el que ofreció ayer Trump.
El hoy ya presidente de Estados Unidos reafirmó su narrativa de liderazgo restaurador, posicionándose como el salvador de un país que, en su opinión, ha sido devastado por la administración anterior. La pregunta que persiste entre analistas y ciudadanos es si este nuevo mandato realmente llevará a Estados Unidos hacia una etapa de renovación o si profundizará aún más las divisiones que han caracterizado los últimos años y perpetuara los complejos problemas que enfrenta, que Trump quiere resolver con soluciones simples (algo muy propio del populismo, por cierto).
A Trump hay que leerlo por sus palabras, pero sobre todo por sus hechos. Es cierto que llega al poder envalentonado, con un Congreso controlado por los republicanos; con un partido que hoy tiene pocas voces disidentes, a diferencia del 2016; con una victoria electoral que incluye el voto popular; con una Corte Suprema conservadora; y –muy relevante–, con una reciente decisión del Alto Tribunal que dejó clara la inmunidad presidencial casi como un traje a medida para él. ¿Cuánto aguantará la institucionalidad del país a sus ambiciosos planes?
Durante la jornada firmó muchas órdenes ejecutivas. La mayoría simbólicas y todas esperables si nos atenemos a sus promesas de campaña. Muchas de ellas emprenderán ahora el camino de la justicia. Serán denunciadas por la oposición o por organizaciones sociales y comenzarán el tránsito por diversas instancias judiciales que, en algunos caso, pueden llegar a la Corte Suprema. Y en ese transitar, veremos a Trump como el Trump 2.0, es decir, conocedor de los resortes del poder y sabiéndose investido y avalado como no lo sintió en 2016.
No está claro que Estados Unidos esté en ese declive que Trump describe. Los datos no avalan eso, aunque la narrativa de Trump insista en que así es. En campaña, Trump pudo criticar al gobernante de turno. En los primeros meses, puede atribuirle la herencia recibida. Pero con el paso de los meses, deberá empezar a enfrentarse a la realidad de entregar resultados, resultados que no sean solo simbólicos sino reales, y que vengan avalados por los datos. El más relevante, reducir la inflación que si bien está en niveles bajos (la tasa de variación anual en diciembre fue del 2,9%, 1 décima superior a la del mes anterior), debe sobre todo notarse en la cesta de la compra, en el precio de la vivienda y en el coste de la energía. ¿Logrará Trump ese cambio sin aumentar el déficit y rebajando impuestos, como ha prometido? Esa es la piedra angular de su posible éxito o fracaso. Tiene cuatro años por delante para lograrlo.
El juramento escuchado en las últimas horas en la solemne rotonda del Congreso de Estados Unidos puede convertirse en un brindis al sol o en un punto de inflexión en la historia reciente de la nación. Por los hechos se le juzgará.