Washington, DC. — Me gustan las avellanas. Me gustan mucho. Las he comido en casa toda mi vida. Siendo pequeño, las vi recoger a mano, con un rastrillo que las amontonaba primero. Luego, con una máquina que las aspiraba separándolas de hojarasca y piedras. Una vez recogidas, las lavaban y las dejaban secar al sol en una explanada de piedras de adobe antes de ensacarlas para llevarlas a la cooperativa donde se vendían a granel. En esas jornadas, había días que me comía tantas que cuando llegaba a casa para el almuerzo, no tenía ya hambre, provocando la protesta de mi madre.
Si las avellanas crudas recién cogidas me parecen buenas, las tostadas son aún más extraordinarias. Las descubrí uno de esos días de infancia en la visita al pueblo de mi padre, Vilallonga del Camp. Recuerdo que paramos a saludar a unos familiares, unos tío abuelos creo. En su cocina todavía funcionaba una hornilla de leña de esas de hierro forjado con puertas frontales por donde se introducían los troncos para quemar, y que tenían unos aros concéntricos arriba que dependiendo de la necesidad se iban quitando hasta dar con el diámetro apropiado para que la llama calentara la base de la olla que se ponía encima. Debajo de la zona de la leña había un cajoncito, no muy alto pero alargado, para hornear. Allí me pusieron un puñado de avellanas crudas para tostármelas. Me las entregaron envueltas en un papel de periódico, y me pudo el ansia de comérmelas a pesar de lo calientes que estaban.
Hoy, muchos años después, vivo en Estados Unidos, y aquí las avellanas no tienen nada que ver con aquellas que comía siendo niño. Las que se encuentran con facilidad en supermercados no tienen ni el mismo sabor ni la misma textura. Son insípidas. Su crujir es distinto. Mojado. Y no me provocan esa adicción que me siguen provocando las que compro con DO de Reus que, aquí en Washington, no las consigo. Las que sí venden en Washington, lamentablemente sí se encuentran en Tarragona presentadas como si fuera una avellana local.
En mi último viaje a Tarragona, le pedí a mi madre que me comprara un par de paquetes para poder llevarme. Siempre lo hace. Ella o mi padre. Y se fijan que sean avellanas de Reus, normalmente Coselva, su principal envasador. Pero esta vez compró otra marca. Las adquirió en un supermercado Ametller que las vende como un producto de origen «España» (esto en la web porque en el envase no hay ninguna mención al origen). Su calidad es claramente inferior a la avellana de Reus (me pregunto si lo de no informar del origen en el paquete, o de manera tan genérica en la web, es premeditado). Y lo noté porque en ese mismo viaje, mi hermana Cristina me compró un par de paquetes de avellanas, estas sí de origen local, Coselva, con sello DO. El contraste fue evidente. Las primeras no estaban rancias, ni yo había perdido capacidades gustativas –que podía ser (la edad no perdona)–. Eran así, y no tenían DO de Reus.
Es evidente que las que vende Ametller las presenta como locales cuando las etiqueta en catalán y las vende en un supermercado de la zona de Tarragona apelando a la «sostenibilidad y el cuidado del medio ambiente» como «una de las prioridades» de la empresa, pero sin sello DO ni información de origen clara. ¿De dónde vienen esas avellanas? ¿Cuántos kilómetros han recorrido desde su origen? ¿Serán turcas?
Escribimos a Ametller para preguntar, pero cuando termino estas líneas todavía no nos han respondido. Lo que sí tengo claro es que no volveré a comprarles avellanas. Las de Reus, con DO, son más buenas (calidad), son locales (proximidad) y quienes todavía las cultivan en las comarcas de Tarragona se merecen mi compromiso como consumidor. Este artículo va por ellos.