Washington, DC — Las imágenes son atroces. Durísimas. El ataque terrorista del 7 de octubre de Hamás, –porque eso fue: un ataque terrorista– es espeluznante. Mujeres, niños, adultos mayores… civiles la mayoría, masacrados en una acción irracional que no puede más que generar rechazo y solidaridad con el agredido. Rechazo a Hamás y solidaridad con Israel. Una condena sin paliativos ni medias tintas. Porque en la claridad de la respuesta inmediata se fija el estándar moral de quien condena. Y de lo que aquí se habla es de esa acción terrorista que no tiene justificación alguna.
Estos días, desde la seguridad de la distancia del conflicto o el acomodo de una sociedad segura y desarrollada en Europa –particularmente entre voces de extrema izquierda–, algunos han sacado a relucir sus críticas al gobierno o gobiernos de Israel, presente y pasados; críticas por sus decisiones o acciones de los últimos años que sí, son críticas que pueden ser legítimas (es lo que tiene vivir en democracia), y quienes las hacen tiene todo su derecho a hacerlas. Pero en los días siguientes al atentado son extemporáneas.
¿Se puede criticar la decisión de un gobierno? Sí. ¿También el de Israel? Por supuesto. Nadie, con sentido democrático, lo pondría en cuestión. El tema no es ese. El tema es que no es el momento. El tema es que antes de esa crítica, tocaba la condena diáfana e incuestionable, sin peros ni añadiduras, ni matices, ni medias tintas, de ese atentado terrorista.
El gobierno de Israel no lo ha hecho todo bien (y nótese que digo el gobierno de Israel, no Israel simplemente—porque ahí también el matiz importa: no está en cuestión el derecho de Israel a existir como estado).
Desde su declaración de independencia en 1948, sus sucesivos gobiernos han recibido críticas internacionales en cuestiones tan sensibles como la política de asentamientos israelíes en los territorios palestinos, el trato a los árabes palestinos, el comportamiento de las fuerzas militares israelíes, la política con la Franja de Gaza y los refugiados o las ocupaciones de territorios ganados en la Guerra de los Seis Días y los asentamientos en esos esos territorios. Pero ninguna de estas criticables decisiones o comportamientos justifica no condenar de manera diáfana el atentado del 7 de octubre. De hecho, como le sucedió la semana pasada al secretario general de la ONU, Antonio Guterres, unir condena con referencias históricas o sacar a relucir esas críticas fue inapropiado porque mencionar esas discrepancias con las decisiones pasadas o presentes de los gobiernos de Israel ahora, cuando han sido víctimas de uno de los mayores y más atroces atentados de su historia, abre la puerta a la justificación, a decirle a la opinión pública –o peor aún, a Hamás– que el ataque terrorista puede tener una explicación o una excusa, cuando ni la tiene ni la puede tener.
Israel no lo ha hecho todo bien, y la búsqueda de la paz en Oriente Medio sólo puede pasar por la solución de dos estados –uno israelí y otro palestino– que convivan y coexistan, con reconocimiento mutuo y de la comunidad internacional, incluidos los países del mundo árabe. Pero los desaciertos de los gobiernos israelíes desde 1948 no justifican la barbarie del 7 de octubre que sólo puede recibir, de cualquier demócrata –liberal o conservador, religioso, laico o ateo, de derecha o de izquierda…–, una clara, concisa, concreta y contundente condena.