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Washington, DC.- La controversia que estos días acecha a la Iglesia Católica y en particular al Papa Benedicto XVI ha levantado mucho interés y seguimiento informativo en la mayoría de los medios norteamericanos. La respuesta que el hoy Santo Padre, Joseph Ratzinger, dio a los casos de abusos a menores perpetrados por sacerdotes —primero como obispo en Alemania y luego como cardenal al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe—, han llevado a muchos a insinuar su dimisión. Las voces son tanto de decepcionados o desorientados cristianos de base como de publicaciones seculares de prestigio internacional que van desde la revista Der Spiegel o los periódicos El País o El New York Times. El último elemento que ha contribuido a la polémica fue revelado por éste último rotativo: el viernes pasado publicó una carta de 1985 en la que el entonces Cardenal posponía los esfuerzos para apartar de sus obligaciones a un sacerdote condenado por abusar sexualmente de niños alegando su relativa juventud así como el bien de la Iglesia (NPR emitió un reportaje sobre el tema muy recomendable).
A pesar de las evidencias y la falta de contundencia en algunas decisiones, no parece que el Papa actual tenga la intención de dimitir. No tengo ninguna duda que si estuviéramos hablando de un político electo o un directivo de una empresa, los votantes o accionistas ya le hubieran forzado a dejar su cargo. La materia de la que hablamos es tan grave que la prudencia obligaría a poner todas las salvaguardas posibles, pero la Iglesia no es un partido, ni un movimiento, ni una empresa, ni un gobierno. No sé si la institución ha sufrido otras crisis de credibilidad en su historia pero esta está adquiriendo dimensiones alarmantes. Me sorprende que en medio de tanta controversia, la respuesta sea la de aguantar el chaparrón o responder con tan poco tino como lo hizo la semana pasada el predicador personal del papa, Raniero Cantalamessa (la persona que pronuncia las homilías en celebraciones litúrgicas especiales), quien comparó la actual campaña contra la Iglesia con la persecución contra los judíos por el régimen nazi. Una respuesta así (aunque haya sido desacreditada posteriormente por el Vaticano) sólo la puedo entender por la desesperación de no encontrar argumentos de peso.
No estoy seguro de que la dimisión del Papa —algo que veo muy improbable— pudiera ayudar a recuperar el prestigio moral de la institución en este particular. La Iglesia contempla mecanismos de dimisión de un Pontífice, y papas como Gregorio XII o Celestino V son ejemplos de papas dimisionarios. La renuncia de Benedicto XVI ahora podría dividir aún más a la Iglesia entre sus seguidores y los del futuro nuevo papa, y crearía una figura desconocida —la del ex-pontífice en vida—, con voz o gestos que sin duda sería sombra del sucesor.
Creo que la respuesta de la Iglesia contra los abusos sexuales perpetrados por sus vicarios tiene que empezar a ser contundente. No cabe la mediocridad ni la disculpa. No es válido el argumento de que hay que preservar la institución. La violación de la inocencia de un menor no puede relegarse ni justificarse por el bien de la institución. Y no lo digo yo, lo dice la Biblia: «¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros, que tenéis de Dios, y que no sois vuestros?» (1 Cor. 6:19).
Foto: Kim Johnson/Associated Press