[Publicado el 04/11/12 en Diari de Tarragona]
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Washington, DC. – Las calles de Washington respiran política. Todos los días. Es una ciudad que vive para la política. Es la sede de la Administración Federal y del Congreso. Es donde está el Presidente y la Casa Blanca. Y es entorno a esos núcleos de poder donde se levantan oficinas de lobby y empresas que buscan conexión gubernamental; y donde están también muchos organismos internacionales que no son ajenos a esa realidad. Los ciudadanos de Washington en su mayoría tienen mucho interés por la política y así se percibe en sus calles — es parte de su idiosincrasia, especialmente en año electoral. Pero la fiebre que vivió Washington en el 2008 no es comparable a la de este año. A pesar de ser mayoritariamente demócrata, este 2012 en las calles de la capital se respira menos pasión por Barack Obama. Y esto no es exclusivo de Washington.

El Presidente afronta su relección el martes con incertidumbre. Las últimas encuestas coinciden en un empate técnico con el candidato republicano Mitt Romney. Los claroscuros de su gestión estos cuatro años y la lenta recuperación económica han erosionado la imagen de cambio que le llevó a la Casa Blanca. Eran tan altas las expectativas que generó entonces que hoy la realidad pesa en ese contraste. Obama no ha conseguido cambiar a Washington.

Una herencia difícil

En 2008, Obama heredó un país al borde del colapso. La economía estaba hundida y Wall Street languidecía a las puertas de una depresión que se auguraba de proporciones estratosféricas. Para evitar la catástrofe, el Presidente consiguió que el Congreso aprobara en 2009 la Ley de Reinversión y Recuperación (popularmente conocida como Recovery Act), pero la medida no generó un milagro inmediato. Desde entonces la recuperación ha sido tan lenta que los estadounidenses no están satisfechos. De poco sirve crecer hoy al 2 por ciento en un mundo en recesión o haber creado 5,4 millones de trabajos desde el 2009. Los datos no son a los que están acostumbrados los estadounidenses quienes añoran tiempos mejores. Un paro estancado entorno al 8 por ciento es demasiado alto para este país, y en política la memoria es muy corta y la exigencia de resultados inmediata. Cuatro años de crecimiento lento e incierto han erosionado a Obama aunque éste haya evitado una segunda Gran Depresión.

Estos días Obama no se cansa de recordar ese annus horribilis que fue ese final de 2008 y 2009. Además, de entre los hitos conseguidos durante su presidencia, se aferra especialmente a tres. «Después de décadas de intentos fallidos por cada uno de los anteriores presidentes, aprobamos la Reforma Sanitaria», una histórica ley que beneficiará a 129 millones de estadounidenses con condiciones de salud prexistentes, o a más de 3 millones de jóvenes que no estaban asegurados. El rescate de la industria del automóvil liderada por General Motors y Chrysler «que hoy no existirían sin el liderazgo del Presidente Obama», recuerda la propaganda demócrata. Y la muerte de Osama Bin Laden, que con su desaparición se cerró el capítulo más traumático que ha vivido en carne propia la generación actual de votantes. Pero estos logros —que por su importancia asegurarían la relección de cualquier presidente estadounidense— no parecen hoy suficientes para desvanecer la sombra de duda que se cierne sobre la continuidad de Obama. La economía pesa demasiado y ahí aún hay más oscuros que claros.

El renacer republicano

En estos cuatro años los republicanos han revivido de sus cenizas, las cenizas de ser vistos como los causantes de todos los males. Desde que en 2010 recuperó el control de la Cámara de Representantes, el partido conservador — también conocido como GOP (por Grand Old Party)— ha renegado de las políticas de George W. Bush y ha conseguido poner contra las cuerdas a Obama. En los últimos meses, el partido republicano ha trabajado furiosamente para bloquear cualquier iniciativa demócrata, y ha reconstruido una maquinaria electoral que funciona como un reloj, sobre todo para captar fondos. Aquel 2010, el movimiento ultraconservador Tea Party revitalizó las bases republicanas e infundió energía a un partido que estaba poco más que moribundo en el 2008. Fue el inicio de su regreso.

Este verano, tras la consagración de Mitt Romney como candidato, el partido cerró filas, se olvidó del Tea Party y se puso a trabajar para recuperar el centro político perdido. Romney se vende hoy como la alternativa ‘moderada’ a las políticas ‘radicales’ de Obama. Su pasado como exitoso empresario se exhibe como la mejor garantía de un cambio que ha de asegurar e impulsar la esperada recuperación económica y la reclamada creación de empleo. Ese es el verdadero eje de esta campaña, por eso Romney exhibe esa parte de su imagen para que brille por encima de sus carencias. Quiere que brille para esconder lo que fueron las desastrosas políticas republicanas de los cuatro últimos años de Bush que provocaron estos lodos, para esconder la deriva ultraconservadora que a pesar de los esfuerzos por negarlo sigue inspirando hoy a su partido, para hacer olvidar sus constantes cambios de opinión durante la campaña electoral, y en definitiva quiere que brille porque sabe que tiene posibilidades de ganar no por méritos propios sino por la frustración generada en las expectativas no colmadas de Obama a quien además se responsabiliza de esta lenta y sufrida recuperación.

La recta final

Aunque la precampaña electoral en EE.UU. hace meses que dura, no fue hasta el pasado septiembre —una vez acabadas las dos convenciones— cuando comenzó la verdadera confrontación entre los dos candidatos. Entonces, Obama partía de una cómoda ventaja sobre Romney en las encuestas, ventaja que llevó a muchos analistas a asegurar que «lo único que tiene que hacer el Presidente es aguantar y no cometer errores». Pero las campañas sí sirven, y los debates presidenciales —sobre todo el primero en el que Obama estuvo ‘desaparecido’— han dado oxigeno a Romney que hoy se ve con más posibilidades que nunca.

Los dos candidatos se desviven estos últimos días por los electores de un puñado de Estados, los llamados Swing States que son los que acaban decidiendo la elección. Colorado, Florida, Nevada, Ohio, Pensilvania y Virginia centran toda la atención y todos sus esfuerzos. El martes los ciudadanos elegirán entre dos opciones. La de un Presidente que les pide cuatro años más para cumplir su promesa de cambio, y que ofrece un balance de logros importantes ensombrecidos por una economía que a duras penas despega. Y la de un candidato que se vende como la alternativa a un Presidente ‘radicalizado’ que no ha sido capaz. Los electores tendrán la última palabra.