Washington, DC. – Ha pasado una década. Hace diez años que el mundo enmudeció de miedo por el ataque terrorista que marcó para siempre la historia de la humanidad. Fueron diecinueve yhaidistas coordinados que golpearon a Estados Unidos en su propia casa, y con ello cambiaron el curso de la historia. El 11 de septiembre de 2001 redefinió la geopolítica, la economía y la seguridad de la superpotencia y, por ende, del mundo entero.
Los atentados del 11S transformaron la política interior y exterior estadounidense. La administración republicana de George W. Bush (2001-2009) enterró durante sus dos presidencias el multilateralismo de Franklin D. Roosevelt y Harry Truman, y apostó por el unilateralismo de la doctrina bautizada como guerra preventiva. Con Bush, Estados Unidos se olvidó del resto del mundo y emprendió una cruzada unilateral contra un enemigo invisible y difícil de identificar, personalizado en la red terrorista de inspiración islamista Al-Qaeda. En el 2008, coincidiendo con la llegada de Barack Obama a la presidencia, la administración estadounidense recuperó la política exterior multilateral, aunque condicionada por la herencia de la presidencia anterior.
No hay duda de que ese empecinamiento estadounidense por encontrar a los responsables (directos o inspiradores) de los atentados ha dados sus frutos; el último y más esperado, la muerte de Osama Bin laden el pasado mes de mayo, que supuso un duro golpe para la organización terrorista.
Estados Unidos es hoy un país más seguro en el que es más difícil atentar. Tras diez años de inversión en seguridad e inteligencia, esta superpotencia es menos vulnerable. Pero una década después del 11S, su objetivo por acabar con Al-Qaeda aún está pendiente. Países como Yemen, Somalia o Pakistán son refugio de células y militantes dispuestos a dar su vida en su particular yihad contra el enemigo occidental.
La seguridad interior de Estados Unidos ha mejorado, pero a costa de su posición estratégica en Oriente Medio y en Asia. El ejemplo más evidente de esta delicada situación se mide a diario en Irak y Afganistán, con el número de soldados caídos como termómetro. Aunque es cierto que en Irak la situación ha mejorado en los últimos años, la inseguridad sigue siendo un problema. La decisión unilateral de invadir esta república de Medio Oriente —así como antes, la llegada a Afganistán— han contribuido a deteriorar la imagen de la superpotencia en el mundo musulmán. Según el Pew Global Attitudes Project, la mayoría de ciudadanos de estos países ven hoy a Estados Unidos —y occidente en general— como a unos fanáticos violentos, guiados por una hipocresía egoísta.
Invadir Irak fue la primera gran decisión de la administración Bush después del 11S, “una decisión estratégica para acabar con un gobierno hostil y una posible amenaza”, explica el experto norteamericano Brian M. Jenkins, coautor del libro The Long Shadow of 9/11: America’s Response to Terrorism. Fue, en definitiva, la expresión de ese unilateralismo neoconservador de la administración Bush que ha marcado gran parte de la última década. Esa invasión se sumaba a la que dos años antes había comenzado en Afganistán, donde muchos yihaidistas encontraron refugio a la persecución del gigante herido. Como en la guerra de Vietnam, y salvando las distancias, el enemigo norteamericano ha conseguido en los últimos años debilitar lentamente a la superpotencia, aún a costa de perder terreno. Sólo Estados Unidos ha perdido a más de seis mil soldados en esas guerras.
Económicamente el desgaste ha sido monumental. Los cálculos “conservadores” de la Brown University citados esta semana por The Economist sitúan el coste de las guerras en más de cuatro billones de dólares, sin contar la reconstrucción y, más importante aún, el del impacto en el día a día de civiles locales.
A final de este año Barack Obama prometió concluir la salida de tropas de Irak, pero está por ver si podrá cumplir la promesa. El gobierno de Nuri al-Maliki simpatiza poco con Estados Unidos y el país, aunque ha mejorado, aún se enfrenta a altos niveles de inseguridad. Afganistán, por su parte, está peor. Si bien su invasión fue fruto de una acción multilateral, las fuerzas aliadas no están teniendo éxito en la recuperación del control del país y el riesgo de implosión es real.
El coste de la guerra contra Al-Qaeda ha sido alto, y su final no parece cercano. El columnista del The New York Times, Thomas L. Friedman calificó esta semana los primeros años del siglo XX como “una década perdida” durante la cual Estados Unidos no ha sabido levantarse. “Utilizamos la guerra fría y la amenaza de Rusia” —escribió Friedman— “como excusa para hacer grandes cosas (…): construimos el sistema de autopistas interestatales; pusimos un hombre en la luna; empujamos los límites de la ciencia; la enseñanza de las lenguas; mantuvimos la disciplina fiscal; y, cuando fue necesario, aumentamos los impuestos. Y ganamos la guerra fría con la acción colectiva. George W. Bush hizo lo contrario. Utilizó el 11S como una excusa para bajar los impuestos; para iniciar dos guerras que, por primera vez en nuestra historia, no fueron pagadas por el aumento de impuestos (…). [Esta década] será recordada como la gran oportunidad perdida que ha tenido la historia de las presidencias [estadounidenses]”.
Este desgaste, acentuado por la crisis financiera del 2008, ha erosionado también el liderazgo económico de Estados Unidos. En medio de esta crisis, China emerge con fuerza como superpotencia mirando a la cara a un país que hasta hace no muchos años lideraba en solitario la geopolítica global. Estados Unidos ya no está sólo; se espera que en el 2020 la economía china iguale en tamaño a la estadounidense — ¡treinta años antes de lo esperado!
Es pues evidente el estancamiento económico estadounidense. La elección de Obama fue, en cierto modo, una expresión de rechazo al unilateralismo y la guerra preventiva de Bush. Algunos insisten en atribuir a esas políticas neoconservadoras la ausencia de atentados en suelo estadounidense desde el 2001. Si bien en algo contribuyeron, no es menos cierto que la colaboración internacional ha sido crucial, especialmente desde el 2008. Sea como fuere, de lo que no hay duda es del alto coste económico y financiero que el país ha tenido que pagar; y ahora, tras diez años, el cansancio es evidente. El articulista Philip Stephens recordaba hace pocos días en las páginas del Financial Times que ante la disyuntiva de mantener el gasto de defensa o reducir impuestos, los estadounidenses han optado hoy por la segunda.
Y es que el gasto en seguridad no implica sólo gasto militar. Según el The Washington Post en el 2010 había en Estados Unidos más de mil doscientas organizaciones gubernamentales y dos mil empresas trabajando en programas de contraterrorismo e inteligencia. Esta obsesión tuvo un precio: después del 11S se restringieron las libertades individuales. Con los años, esos abusos fueron corregidos en gran medida por la justicia en las democracias occidentales, pero se extendieron impunemente en terceros países. La doctrina de la guerra preventiva y las débiles salvaguardas de estas naciones lejanas perpetuaron torturas, prisiones secretas o interrogatorios coercitivos, cuyo ejemplo más denostado sigue siendo la prisión de Guantánamo. Todo ha contribuido a deteriorar la imagen de un país que se precia de ser la democracia más antigua del mundo.
Han pasado diez años del 11S y los cambios en Estados Unidos y el mundo han sido muchos y muy traumáticos. Estamos más interconectados que antes y lo que hoy le acontece a un país, afecta de una u otra manera al resto. La economía, la seguridad y la paz global dependen de lo que decidan varios actores. Estados Unidos ha visto debilitada su hegemonía y en este décimo aniversario de los atentados, afronta una recesión económica lacerante, una división política inoperante, y una desorientación colectiva al evidenciarse su vulnerabilidad. La superpotencia de finales del siglo XX ha entrado en un proceso de pérdida de hegemonía que sólo el tiempo dirá hasta dónde ha de llegar. Es innegable su importancia internacional, pero los norteamericanos saben bien que tras una década de esfuerzo por recuperarse son más débiles que antes y ya no son los únicos que mandan.
Estoy muy sorprendido por esta afirmación: «Según el Pew Global Attitudes Project, la mayoría de ciudadanos de estos países ven hoy a Estados Unidos —y occidente en general— como a unos fanáticos violentos, guiados por una hipocresía egoísta.»
Definitivamente, no nos comprendemos, no nos comunicamos.
M
Yo creo que en esta última década, USA ha perdido gran parte de la credibilidad mundial que tenia. Antes su supremacía era indiscutible. Entre Bush y el fiasco de Obama han comprometido a los EEUU de forma muy importante. DM