Washington, DC. – La noticia de la detención del director gerente del FMI me llegó como muchas de las cosas importantes que pasan en este país: por una alerta electrónica del The New York Times. Tuve que leerla dos veces porque me costó creer el motivo por el que Dominique Strauss-Kahn había sido obligado a bajar de un avión, esposado y llevado a una comisaría neoyorquina para ser interrogado. No tardó la especulación en formular teorías de lo más variopintas para explicar su caída en desgracia. Todas ellas apuntaban sin pruebas a una conspiración cuyo fondo rezumaba una alianza anti socialista que alineaba al actual presidente francés Nicolas Sarkozy con el tradicional rechazo estadounidenses a la izquierda, cualquiera que sea. Recuerdo que al principio llegué a creer en la teoría. “¿Cómo un hombre con la experiencia de Strauss-Kahn puede haber sido tan estúpido más aún sabiéndose amenazado, como él mismo declaro semanas antes? No puede ser”, me justifiqué días después de su detención en una tertulia con amigos.
Hará un mes de la detención de Strauss-Kahn y a medida que pasa el tiempo y avanza la investigación he de reconocer que me avergüenza pensar en que yo también creí en el complot. Releyendo estos días algunos artículos publicados sobre las teorías conspirativas el único consuelo que he encontrado a mi credulidad ha sido saber que “gente que piensa, educada y escéptica, liberal o conservadora, tiende a creer en cosas que en el mejor de los casos pueden ser consideradas inverosímiles” (The New York Times). La teoría conspirativa del caso Strauss-Kahn es una de las últimas pero no la única ni la más impactante — en Estados Unidos abundan las conspiraciones. Aún hay quien cree que el ataque a Pearl Harbor fue una operación montada por Estados Unidos para entrar en la segunda guerra mundial; que a John F. Kennedy lo mató un complot de la CIA; que detrás los atentados del 11-S estaba George W. Bush y su equipo para apoderarse del petróleo de Iraq; que el gobierno estadounidense lleva años ocultando el aterrizaje de ovnis en Nuevo México; que el virus de VIH fue creado como arma genocida contra los negros; que el Presidente Barack Obama no nació en Hawái por lo que no puede ostentar su cargo (fíjense si los creyentes conspiradores no descansan que tras hacerse público el certificado oficial de su nacimiento, acusaron al gobierno de estar implicados en el complot y haber fabricado el documento); o la última, que Osama Bin Laden no está muerto.
El mundo en el que vivimos favorece el éxito de estas teorías y multiplica su aceptación. Tenemos mucha información al alcance de la mano y por infinidad de fuentes. Para crear una teoría conspirativa sólo necesitamos ser creativos, tener capacidad de argumentar, ordenar la secuencia de la trama y encontrar dónde publicarla; y claro, Internet en estos casos no es sólo la plataforma idónea porque carece de filtros de calidad, sino que además nos ofrece herramientas para acelerar la difusión.
Hasta aquí todo parece encajar si no fuera porque el resorte que debería neutralizar esta aceptación masiva de lo irracional no funciona: nuestra capacidad de cuestionar lo que leemos o nos cuentan. Nos hemos acostumbrado tanto a dar por buena cualquier historia que hemos adormecido el juicio crítico que como ciudadanos debemos mantener. En la sociedad de la información parece que todo vale si está decentemente presentado por muy inverosímil que parezca, y como dijo Bernard-Henri Lévy al periodista norteamericano Bill Keller, creer en complots “es como una respuesta instintiva a sucesos extraños” que nos dejan “perplejos y superados por el asombro”.
Cuando hoy pienso de nuevo en el caso Strauss-Kahn no creo en ninguna conspiración. Más bien apuesto por una explicación simple: la de que el poderoso economista y político francés presuntamente perdió los límites del poder temporal que le fueron conferidos y se obnubiló comportándose estúpidamente. Nada más; nada menos; y el juez ya dictará sentencia.
En este, como en muchos otros casos de teorías conspirativas, debemos ser más críticos y menos crédulos. Aún cuando la información nos llegue por fuentes fiables, los únicos que podemos poner coto a la irracionalidad de lo leído o consumido somos nosotros mismos, dejando de lado nuestra perplejidad y apelando, en cambio, a nuestra capacidad crítica. Me atrevo a asegurar que así el número de complots disminuirá considerablemente y que los que sobrevivan se desvanecerán con la más simple de las explicaciones.