>He recorrido este fin de semana el sinuoso camino que, siguiendo el Potomac, te acerca a Alexandria en el estado de Virginia. Situada en el lado oeste del rio, la ciudad alberga a una población de 128.000 personas, la mayoría trabajadores de clase media que rinden sus horas en la administración federal de Washington y también en algunas empresas privadas crecidas en torno al poder capitalino.
El centro histórico de Alexandria dista de Washington casi diez kilómetros al sur del Distrito de Columbia. Hay que saber dónde empezar para no perderse, pero una vez en el camino es difícil no llegar.
El sábado hacía frío por el aire gélido que arañaba rabioso un cielo de nubes grises estriadas que dejaban entrever el azul más celeste de esta época del año. Tras sortear diversos semáforos de la ciudad, cruzamos el Potomac dónde el aire soplaba con fuerza a pocos metros del agua inquieta y movediza que se agitaba con fruición temblorosa. Arribados a la orilla contraria, una pequeña señal nos aseguró el inicio.
El camino es plano, fácil y amable. El entorno ayuda. Junto al rio, serpenteas la orilla entre sauces, cerezos desmejorados por el otoño, y algún que otro pino. A la vera del camino se acumulan las hojas marrones caídas y arremolinadas por el viento que limpia el cielo a golpes. Cruzar esos paisajes en bicicleta es un ejercicio matutino de fin de semana que despeja la mente de preocupaciones laborales. Sin duda, la rutina semanal hace más gustosa la excursión.
Hay diversas postales que pintan el camino. Una cuasi constante es la del Potomac a la izquierda. Junto a la orilla, en un remanso, una bandada de patos se refugiaba del frío con un alto en el camino migratorio hacia climas más cálidos. Estos iba retrasados; o tal vez el frío llegó antes de tiempo y, como siempre en estas tierras, sin avisar. Como fuere, el sábado estaban tan acurrucados entre sus plumas que mis intentos de espantarlos fueron improductivos. Impasibles, sabían que mis gritos no pasarían de eso y el único en hacer el ridículo fui yo.
Tras un cambio de rasante, el camino cruza un lodazal de juncos secos que meses atrás mostró seguro su verde más vivo. En esta época del año su color no pasa de un seco marrón de naturaleza muerta o adormecida. El agua, aquí sin vida, se congela en las orillas, cambiando el reflejo natural de la luz por una entumecida escarcha que se agrieta sin romperse. Estamos sobre un puente de láminas de maderas horizontales que supera sin dificultad el escollo y nos sitúan encima del agua. El viento continua soplando y colándose entre los esqueletos de los árboles donde algunas hojas aún se resisten a caer. Silva inconstante mientras la bicicleta transita por encima de las tablas vibrando al avanzar.
La buena señalización nos conduce sin pérdida a las callejuelas empedradas de la ciudad. La avenida principal está viva a pesar de la temperatura. Las tiendas ya se han vestido de Navidad y llaman a los compradores con música, lucecitas intermitentes de cadencias variables, y algún que otro Papa Noel que da más pena que otra cosa por lo mal que lo debe estar pasando su intérprete. Un café de estilo afrancesado nos acoge con un reconfortante cappuccino caliente. Es la última parada antes de buscar una estación de metro para volver a casa. El sol está cayendo y la temperatura baja aún más si cabe. No sería inteligente volver lo pedaleado.
Desde el tren, en sus tramos superficiales, vimos las arboledas que cruzamos un par de horas atrás. Parecen más frías ahora. El calor del vagón no envidia el paisaje.
Es hermoso el otoño en Washington.
>Gracias por escribirlo en castellano. Tus lectores te lo agradecen.J
>from now on: gustavo adolfo